La tumba de Pedro Hernández…
El lugar tenía muchos años, casi un siglo, una parte de la estructura principal había sido traída en carreta, tirada por caballos desde un pueblo cercano, su parecido a las casas de los empleados del ferrocarril hacía pensar que sus orígenes eran ingleses. En ella habitaba una gata gris, de pelo tupido y una musculación formidable para su condición de hembra, parecía de angora. El animal solía pasarse las horas estática, como ausente, en el mismo sitio. La mujer que cuidaba la finca decía que la gata dormía la siesta en ese lugar. El cocinero la observaba con otro discernimiento, casi de forma contemplativa, le atraía la actitud del animal, aunque nunca le había dedicado mayor atención al hecho.
El hombre había nacido en el año del Dragón y su signo era Shu, la rata. Natural de occidente había completado sus estudios en China, y aunque ya era un hombre grande, sus prácticas Taoístas y una dieta vegetariana en su mayor proporción, le daban un aire de juventud que parecía perpetua. Un perro fiero, amarronado, casi de color abano, de ojos glaucos y colmillos que parecían de marfil, sacaba a la gata de su quietud cada vez que lograba filtrarse al interior de la vieja casa, el felino tampoco se llevaba bien con la perra, una mestiza de buen porte que dormía a los pies de la mujer, pero la grisácea mascota no parecía temerle a los perros y les hacía frente con una energía envidiable, además, era más antigua que todos en la morada, y se consideraba la regente del lugar.
El cocinero también era el jardinero, el pintor y el techista, tareas que desarrollaba de forma continua, alternativa e ininterrumpidamente, dado la vejez de la residencia y su deterioro constante debido al paso del tiempo y al clima variable y con inestabilidad permanente, características éstas de una zona tan metida en la geografía marítima. La mujer hacia todas las tareas de la casa, sin molestar a la gata que, como una efigie, miraba o dormitaba apuntando siempre al mismo sitio.
Entre sus libros, el cocinero guardaba muy celosamente uno que le había regalado una moja en Beijín, era un libro que hablaba del viento y del fuego. Sus prácticas de Tai Chi lo mantenían en forma y también adoraba las especias que sacaba de su propia quinta, con la que mantenía un romance excesivo y muy fluido, pero nunca había atendido el regalo de su amiga taoísta. Finalizando las tareas de su huerta decidió que para la noche, antes de dormirse, lo dejaría en la mesa de la cocina, para comenzar a leerlo mientras tomaba su te de jengibre, en la hora del tigre.
Una tarde de fieras nubes, ya muy entrado el crepúsculo del equinoxio de otoño, el cocinero y el Príncipe habían salido a recorrer la zona en busca de algunas provisiones, la tormenta aguardaba pacientemente hasta que los elementos produjeran la descarga. Mientras tanto, toda la comarca había sido invadida por una espesa niebla, con un profundo olor a mar, a sal y algas marinas…El cocinero amaba esas sensaciones, olores que le hacían regocijar el alma, le recordaban su infancia en la casa del acantilado. El pequeño Príncipe se detuvo sorpresivamente en una esquina del poblado y llamó con energía a su querido tutor — Un gato— Exclamó — Dejalo, debe estar lleno de pulgas — Replico el cocinero, y retomo la marcha — Te pedí un gato, y me dijiste que el primeo que encontráramos me lo llevabas a casa— El cocinero dio la vuelta, se inclinó reverencialmente, dejo al niño tomar el gato y marcharon hasta su morada…
El animal resulto ser una gata, flaca, hambrienta y llena de pulgas, pero con mirada y temperamento fuertes, como los de un gladiador. El Príncipe mostro el trofeo a su hermano, y juntos se divirtieron contemplando las andanzas del felino en su tarea de reconocimiento del nuevo terruño. La misteriosa noche le dio su nombre, y poco a poco, el animal tomo posesión de la desvencijada vivienda, hasta que en su madurez, comenzó a contemplar aquel rincón, sombrío y abandonado…
La misión del cocinero era en apariencia la de su oficio, y la de mantener aquel misterioso y maltratado lugar, pero en realidad, los “Guías” le habían ordenado cuidar a los dos hermanos, hasta su mayoría de edad, o hasta que los tiempos reivindicaran su lugar, su linaje, su casta en la sociedad que los había marginado. Venidos de otra tierra y de otros tiempos, todos ellos esperaban su momento en esas llanuras del Sur.
Cada mañana, en la hora del Tigre, y después de su entrenamiento marcial, el guardián leía su libro, mientras bebía el té de jengibre. Cada día cambiaba los muebles de lugar, pese a los retos de la mujer. La gata los esquivaba y utilizaba en sus nuevas posiciones, siempre observando aquel rincón, oscuro y sombrío. En sus salidas nocturnas, el felino volvía con algún roedor entre sus fauces, y en la hora del alba, distintos pájaros caían en su infalible y veloz asecho.
El Príncipe y su hermano, un joven de aspecto morrudo y de espíritu aguerrido, asistían a una escuela cercana, acompañados del cocinero, su guardián inseparable. Los niños se habían adaptado al contacto con el pueblo, con los trabajadores y toda la clase de agricultores y obreros. Su linaje era muy alto, pero su educación y humildad más sobresalientes aún. La mujer y el cocinero se ocupaban de que así fuera, ellos mismos habían sido educados y formados así, durante muchas encarnaciones, para cumplir ahora este y otros mandatos celestiales.
La casa había sido ubicada de forma desordenada a los elementos, fuera de la luz del sol, fuera del recorrido de la luna, en contra de las energías positivas, sin la luminiscencia necesaria. Una energía negativa rondaba la morada, el cocinero la había sentido el primer día…el primer momento en que llegó al lugar…la mujer no le creyó, le decía, este es el lugar que nos ordenaron, acá nos quedamos.
Cada mañana el libro le daba pautas de cómo ir re ordenando los espacios, el jardín, los bambúes que el mismo había plantado. Pero cuando comprendió que la mujer, la gata, él, los niños y los perros que se sucedían en distintas encarnaciones, eran un todo que el universo se empeñaba en mantener juntos a través de los tiempos, comenzó a darse cuenta, a sentir que faltaba uno de ellos, uno que hacía tiempo debía haberse reunido al grupo…el Chofer de la carreta, del carruaje, el Chofer del Rolls no estaba con ellos hacía tiempo. El ausente era el maestro de esgrima, el herrero y el guardián de las armas del palacio…La gata gris fue el elemento que lo guió, el Tai Chi lo llevó a ese encuentro con su alma eterna, y la monja de Beijín, le dio el libro para comprender el mensaje de la gata, y la gata le mostró a través de su postura, lo que debía buscar en el lugar donde nada combinaba, donde había un enigma, un alma trabada en un lapso gigantesco del universo.
El Chofer había llegado antes a inspeccionar la comarca, pero unos lugareños de mala vida, pasados de copas en un bar que funcionaba en el lugar, asustados y confundiéndolo con un agente policial, le dieron muerte. El maestro de armas, versado en aceros, utilizando el estilete del mango de su bastón se llevó a un par de ellos en la refriega, pero un disparo por la espalda acabó con sus días, el propietario del aguantadero era un uruguayo, conocido como Osmar, del que nunca más se conoció rumbo…
Las señales hicieron que el grupo se estableciera en el poblado, sin que ellos supieran cual había sido el paradero del chofer. Las órdenes de los superiores eran estrictas y secretas.
La tapa de un entrepiso llevó al cocinero a meterse al subsuelo a reparar unas maderas flojas en el parquet de teca. Con una vieja linterna pudo iluminar escasamente el sitio, lleno de polvo, y telaarañas abandonadas, con restos mortales de polillas y moscas que se aventuraron en el oscuro recinto. Fue entonces cuando al girar hacia la luz del hueco de la tapa, vio a la gata, con su cuello estirado y su cabeza invertida, mirando hacia el oscuro y más sombrío aún rincón…el hombre pudo ver entonces el relieve de polvo gris, con la figura rectangular donde yacían los huesos…
Al tiempo la gata y el perro color abano dejaron este mundo. El Príncipe, ya más grande, entró en la casa con otra gata. Traía sus patas traseras rotas como consecuencia de una pelea con perros callejeros, no obstante, el nuevo felino desarrollo un potencial enorme con sus zarpas delanteras, trepando arboles, saltando entre las plantas, cazando roedores y sanando poco a poco bajo los cuidados de la mujer.
Cada mañana, luego del entrenamiento, mientras bebía su te de jengibre, el cocinero y la gata blanca con manchas, repasaban, entre silenciosas miradas, las tácticas de esgrima sobre las que se basarían las estrategias del Príncipe y su hermano, el Guerrero, para encarar los conflictos y negocios familiares de su futura vida en esta nueva era, donde las cosas finalmente habían tomado el camino señalado…
Participante: Tanato Cuentos-Fund. Inquietarte-Madrid-27-Nov-2012.