El Atlante.
…Ella no salía de su asombro, no podía dejar de observarlo, jamás hubiera imaginado que este momento podría llegar. Muchas veces en las largas noches sus amigas lo habían comentado, pero era tan lejano, tan irreal en su corazón de mujer joven e ilusoria, que ni siquiera les había prestado la atención que merecían. Los antiguos libros y los maestros ancianos hablaban siempre de los hombres, del sol y del viento, de las aves y de la tierra, de los árboles y de las selvas, de los desiertos, de las nubes y de la lluvia… de la posibilidad de emerger en un cataclismo, de la muerte por el sol… Su hombre era de los privilegiados que respiraban con branquias y con pulmones, sólo unos pocos habían mutado. Ellos traían el pescado y las algas del mar, eran los que salían de la ciudad sumergida, y él, su hombre, paladín atlético y valiente de los Atlantes, reunía los atributos necesarios para ir a la superficie y comunicarse con los humanos de tierra firme. Había otros, inclusive algunas mujeres, también las sirenas y las nereidas podían hacerlo, pero era muy probable que los terrestres no les permitieran volver, inclusive, a muchas de ellas las habían raptado de los atolones, de las restingas, de las playas, los pescadores eran insaciables, audaces y degenerados. Su hombre estaba ya preparado, había ido varias veces hasta la superficie, resistía el aire nocturno, y algunas horas de luz solar en días con nubosidad, su piel mitad de humano mitad de pez, aguantaría algunas horas, y si la mantenía húmeda, varios días… En el último ciclo solar, muchos niños de la Atlántida habían enfermado, y ya algunos ancianos morían antes de cumplir los 200 años… Hidrocarburos le llaman los humanos. Apestan las algas, los peces, los crustáceos… todo lo matan los hidrocarburos.
Oceánicus, tal el nombre de su amado, había recolectado en la superficie miles de elementos, artefactos derivados del hidrocarburo… a los humanos de tierra los mataba en menos tiempo, Cáncer le decían… una enfermedad que crecía en la superficie… Humo, vertidos y ahora esas botellas del petróleo, se llamaban “de plástico…” Eran como caracolas, se podían reutilizar para germinar flores o para guardar cosas, en Atlántida todo el mundo las observaba con curiosidad en el museo de las cosas traídas por las corrientes… pero los humanos de la superficie las usaban para molestarse, para invadirse, para contaminar y afear el planeta, su tierra y el mar de los Atlantes…
Oceánicus armó con sus exploradores una balsa, como la de los Vikingos, los africanos o la del Capitán Barragán, según le habían enseñado los que leían los escritos. Una vela hecha de bolsas de otro veneno, el Polietileno, serviría para correr las olas y aprovechar los vientos… Oceánicus y las nereidas y las sirenas, y un grupo de exploradores que nadaban bajo la balsa, viajarían en el viento del Este hasta una ciudad de la costa de América, una ciudad otrora muy bella, donde ya no había playas, ni peces, ni aves marinas, una ciudad costera hecha de cemento y automóviles, de dinero y de ruidos… Una ciudad del Atlántico con nombre de Mar, en cuyas arenas ahora sólo había botellas de plástico, bolsas de polietileno e hidrocarburos, una metrópoli con unas construcciones sobre el agua, llamadas escolleras, donde algunos viejos, hundían sus anzuelos entre las botellas y soñaban que atrapaban peces en sus anzuelos y les contaban a sus nietos cómo eran esos entes del mar… Hasta allí iría Oceánicus, firme en sus convicciones, orgulloso de su misión y nostálgico de aquellos ojos profundos, que lo esperarían para siempre con su hijo en el vientre… Allá iría en el viento del mar, para pedirles a esos ancianos, a los jóvenes y a sus gobernantes, que ya no arrojen desperdicios sobre el planeta, porque los atlantes estaban desapareciendo de su mundo sumergido, un mundo maravilloso en donde habían aprendido a ser felices…